Noticias de Cantabria
17-08-2010 09:00

Vergüenza

Barcelona ha pasado del anhelo de libertad del 11 de septiembre de 1977 al despotismo de la tribu de julio de 2010, y quien aplasta la conciencia pública no es ya la bota de un César, sino toda una aristocracia política que confunde la democracia con la ortodoxia sentimental.

Lo dijo ya Unamuno en 1906, después de una brevísima estancia en la Barcelona bullanguera y jactanciosa del poeta Maragall, en pleno apogeo de los catalanistas de la Lliga Regionalista: «Aquello no es serio. Y luego no toleran la contradicción, y al que no les dice lo que quieren oír le declaran memo o poco menos».

Aunque más de un siglo separa la Barcelona actual de la Barcelona a la que se refiere Unamuno, lo cierto es que, en los últimos años, cada vez que el azar me ha llevado a la Ciudad Condal, la sensación que me ha producido la visita no ha desmentido nunca la amarga impresión que el viejo pensador bilbaíno puso por escrito en la primera década del siglo XX. No, «aquello» no es serio. «Aquello» es una feria de vanidades, imposturas políticas y puerilidades románticas, un lugar inmejorable para las aventuras de Tartarín de Tarascón, famoso por sus fanfarronerías.

Hay que decirlo claramente, sin rasgarse las vestiduras, pero también sin complejos. Porque la campaña de invectivas y dicterios lanzada por los dirigentes catalanes contra la sentencia del TC y la manifestación del 10 de julio en Barcelona han igualado en desfachatez a las organizadas por los aduladores del régimen franquista en la plaza de Oriente. La historia produce esas paradojas, y nada resulta más grotesco que ver a una clase política entera disfrazarse de mártir para exigir un pasaporte de inmunidad perpetua y situarse por encima de una ley que nos iguala a todos los españoles en libertades, derechos, garantías y obligaciones civiles. Nada resulta más descorazonador que ver cómo la Cataluña oficial participa en esa farsa de prepotencia y resentimiento, y ello, en nombre de un puntilloso celo democrático.
D No me sorprende que, ante la imagen del señor Montilla proclamando que ningún tribunal de este mundo puede alzarse contra el sentimiento general de Cataluña, algunos intelectuales catalanes alejados de la opción nacionalista no aguanten más.

¿Cómo no sonrojarse? ¿Cómo no sentir vergüenza ajena? Han visto a unos políticos explotar con estruendo y jactancia el más ruin y zafio de los patriotismos: unos dirigentes que se llaman a sí mismos hombres de Estado, pero que al mismo tiempo no renuncian a la agitación como arma política. Han visto a la prensa local plegándose unánimemente a la propaganda oficial, alimentando las pasiones más primarias, promoviendo furiosamente una campaña sectaria anulando en sus informaciones todo deseo de verdad, cometiendo, en fin, lo que Émile Zola llamó el más vil de los crímenes: «el de ofuscar la conciencia pública y extraviar a todo un pueblo». Y por último, han visto a un amplio sector de la sociedad echándose a la calle en defensa de la patria amenazada, siguiendo la poderosa pulsión irracional que dice que Cataluña es una obra divina, y dando a entender que si hay algunos —o muchos— que no piensan así, es que no son buenos catalanes, o peor aún, cómplices del secular complot españolista tramado en los círculos opresores de Madrid.

D Pero la responsabilidad de la mayor crisis institucional que ha atravesado España desde 1978 no sólo hay que buscarla en los dirigentes de los partidos nacionalistas y en buena parte de los socialistas catalanes acomodados. Todos ellos acostumbrados al regateo sin límite, a la búsqueda del privilegio disfrazado de derecho, a la falta de lealtad al Estado, a disimular su ineptitud tras un victimismo sentimental y a buscar chivos expiatorios para los propios fracasos. También son responsables esos héroes del progreso que piensan que para ser de izquierdas basta con decir pestes del PP, ganar guerras que terminaron hace más de setenta años y, sobre todo, asumir los mitos mágicos de los nacionalismos periféricos. Por pereza, por oportunismo electoral, por carencia de una idea clara del Estado, la izquierda española ha preferido alimentar el halago y los más diversos narcisismos regionales antes que valorar la historia en común, antes que proteger el sistema de solidaridades sociales y políticas que mantienen en pie un país moderno y garantizan la igualdad de derechos y obligaciones de sus ciudadanos.

La consigna oficialista dice que fue la intransigencia de Aznar —¡siempre Aznar!— lo que multiplicó a los separatistas, pero lo cierto es que fue el actual presidente de Gobierno —el más frívolo que ha ocupado el cargo— quien abrió la caja de Pandora de las revisiones estatutarias y estimuló las exigencias del nacionalismo catalán, prometiendo aceptar en las Cortes, al pie de la letra y sin preguntarse por los costes futuros de ese compromiso, el texto aprobado en el Parlamento autonómico.
D Por otra parte, cuando el Estatuto salió del contexto político y entró en el ámbito judicial, Zapatero y la izquierda al completo no tardaron en propagar la idea de que el recurso planteado por el PP era un claro reflejo del agresivo españolismo que, supuestamente, se cuece en la calle Génova. Muchos dijeron entonces que era preciso dar el visto bueno al nuevo ordenamiento por conveniencia política, por ánimo de conciliación, por respeto al sentir arraigado en el pueblo catalán. A nadie pareció preocuparle el cúmulo de despropósitos que recogía el texto ni que éste hubiera sido aprobado en un referéndum por sólo el 36 por ciento de los ciudadanos con derecho a voto. Nadie pareció reparar en que la democracia no sólo está hecha de resultados políticos: también de procedimientos. Muy pocos quisieron darse cuenta de que la abolición del derecho en beneficio de abstracciones como las masas o el pueblo siempre es el primer paso hacia el despotismo, cuando no el germen de las peores pesadillas de la historia.
El error es imperdonable. Porque hay que estar muy ciego para no ver que a fuerza de centrifugar el Estado hace demasiado tiempo que estamos destruyendo la igualdad en derechos y garantías civiles de todos los españoles. Hay que estar muy ciego para no ver que el mayor peligro que amenaza los derechos y libertades plasmados en la democracia de 1978 reside en los nacionalismos que ponen los compromisos identitarios, las raíces imaginarias y las unanimidades coactivas por delante de la racionalidad, por encima de deberes y lealtades sin los cuales el delicado tejido civil de la convivencia se desgarra en una rapiña de privilegios y agravios.

No hay nada ganado firmemente. Todo puede conquistarse, ¡sí!, pero también todo puede quebrarse y rodar por los suelos una vez más. Como recordara Vargas Llosa, en los años sesenta Barcelona era una ciudad cosmopolita y universal; ahora es nacionalista y provinciana. La Ciudad Condal ha pasado del anhelo de libertad del 11 de septiembre de 1977 al despotismo de la tribu de julio de 2010, y quien aplasta la conciencia pública no es ya la bota de un César, sino toda una aristocracia política que confunde la democracia con la ortodoxia sentimental y el patriotismo con la adulación y la unanimidad. ¡Qué triste, qué inquietante! Más de treinta años después de la Constitución de 1978, más de treinta años después del mayor acto de pluralidad y consenso de nuestra historia, volvemos al más odioso, necio y excluyente de los patriotismos.

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