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Opinión 17-11-2018 10:09

Clase política

Patrick Rothfuss, escritor norteamericano, ha dicho: “El poder está bien, y la estupidez es, por lo general, inofensiva. Pero el poder y la estupidez juntos son peligrosos”.

 

El poder es un ideal que quien lo alcanza consume parte de él en conseguir difuminarlo a fin de no despertar codicia. Inflama asimismo la lucha permanente para obtenerlo sin estimar costes ni medios, aun lesivos e ignominiosos. Tanto, que resulta imposible encontrar cercanos a su área de influencia ni idealistas ni filósofos; solo individuos roídos por ese apetito insaciable. Se halla en diferentes albañales, mancebías y dogmas, donde personajes ebrios, cínicos, histriónicos, sinvergüenzas, enajenados por inmensos desenfrenos, le sirven de alimento y coartada. Porque el poder seduce al hombre con cánticos de sirena y lo esclaviza, mientras parece darle las llaves maestras que abren todas las puertas. Terrible engaño: conquista una jaula de oro, invisible a los ojos físicos, en cuyo interior -lleno de gozo áureo- vive oprimido, perdida toda libertad (basamento humano), toda encarnadura ética, mientras sucumbe lentamente a ese despotismo imperecedero.

¿Por qué entonces, se me preguntará, hay tantos seres que prefieren desplegar un poder dictador, valga la redundancia? No tengo respuesta al hipotético interrogante, porque para mí es incomprensible, pero vislumbro ciertos desequilibrios adscritos a entendimiento y voluntad. Mientras el poder comporta la resultante adictiva, infame, de un atajo terrible, su ausencia esconde venturas plácidas, inobservables para los que poseen entendimiento impuro y voluntad atormentada. Quienes logran poseerlo han de franquear puertas terribles, vergonzosas. He aquí sus nombres: Amoral, traicionera, indecente, postiza, frívola. Si fuera preciso también cruzarían la definitiva, llamada violencia. Solo una élite, subyugada ante su presencia, abandona el gran grupo para aislarse en aquella jaula dorada que al final debe ahogar a los protagonistas de tan burdo trueque. Actuar como Fausto siempre conlleva un sobreprecio.

De los sesgos que toma el poder, hoy haré mención al poder político; es decir, el conformado por prebostes adscritos a ideologías cambiantes, ahora sintetizadas bajo el epíteto de “transversales”. Al fin y al cabo, pese a brindis populistas, inútiles, el poder presenta múltiples facetas y una sola sustancia. Poderes con entidad, financieros o grandes empresarios, merecen pocos o ningún rechazo porque nos pillan lejanos. Si acaso sufren embestidas (nunca mejor dicho) provienen de políticos demagogos cuya fachada sirve, como dicen en mi pueblo, para un roto y un descosido. Son políticos “palabricas”, término murciano y que he escuchado en La Manga donde me ubico por unos días. El hotel, pequeño, casi familiar, destaca por un buen yantar mientras el ocio queda oficiado por la gentil María, muy agradable y eficiente en su quehacer de animación. Tras esta digresión, me explico. “Palabricas” es el vocablo con que bautizan aquí al prócer parlanchín, impenitente, pero remiso a la hora de actuar.  

Todo sujeto fiscal -llamado ampulosamente ciudadano- censura cualquier poder político, discriminando con sensibilidad estúpida a los suyos de los antagonistas. Son incapaces de comprender que todos somos sus opositores. El poder político constituye una clase social, quizás antisocial, que repudia y necesita la muchedumbre ajustando orden e intensidad. Inexisten excepciones o salvedades por mucho que auténticos seductores asciendan al púlpito, siempre en épocas de crisis. Estamos rodeados de “palabricas” que encienden pasiones y luego pretenden argumentar con lógica virtuosa el porqué de finales frustrantes. Aun los anticlasistas más indomables (de nombre) se avienen al calor, a los privilegios de clase, que les otorga un predominio grato, cómodo, acogedor. Pasan desapercibidos porque su grey peca de excesiva fe y ven en ellos, tal vez con ojos virtuales, solo prodigalidad. Sus abundantes escarceos con la incoherencia concluyen sin secuelas electorales.  

Podemos constata sin empacho su apego al poder. Olvida discursos pretéritos en los que se presentaba como un partido anticasta, huérfano de puertas giratorias y pretensiones. A la primera de cambio, deja principios y pruritos sobrios para apuntar los mismos atropellos antiestéticos, parecida falta de austeridad. Pese a promesas y prédicas con ofertas para la regeneración democrática, ha participado en el indecoroso hábito de elegir aquellos jueces que conforman los órganos de poder judicial. Al mismo tiempo, y con la misma avidez, manosea radio televisión española omitiendo viejos empeños de imparcialidad cuando estaban en la oposición. Para no perder otras prerrogativas personales e impúdicas, Pablo M. Iglesias va de la Meca a Medina, o viceversa, con objeto de aprobar unos presupuestos que le son vitales. ¿Elecciones anticipadas? No lo piensan ni él ni Sánchez.

Patrick Rothfuss, escritor norteamericano, ha dicho: “El poder está bien, y la estupidez es, por lo general, inofensiva. Pero el poder y la estupidez juntos son peligrosos”. Este país lleva decenios sufriendo dicha confluencia con ascetismo, quizás con desaliento. Hay un despego, una disonancia, cada vez mayor entre el poder político -ensimismado, distante, especulador, al fin clase repelente- y una sociedad desdeñada, metafórica carne de cañón. A nadie puede extrañar que se manifieste algo encanallada al comprobar cuánta morralla cubre el papel gobernante. Sé que la señora Calvo es vieja protagonista de esperpentos dialécticos. Ayer, sin ir más lejos, anunció la bondad del cambio de hora porque “ayuda como resistencia al machismo”. En mi pueblo, gente noble pero bestia, dirían “qué tienen que ver los co…. para comer trigo”.

Resulta indigesto, además de absurdo, inoperante, el que nuestros políticos embistan (qué vocablo tan oportuno) unos a otros para disimular complejos e ineptitudes. Deberían conocer la masiva pretensión social de que Sanidad y Educación, al menos, ofrecieran gestión nacional. Ni caso, oídos sordos es su única respuesta recurrente. Nos estamos acostumbrando a la nada con envoltura atractiva. El señor Sánchez hace hincapié en la exhumación de Franco, bajada de IVA en prendas íntimas femeninas y enseñar la patita censora como advertencia por si a alguien se le ocurre sacar los pies del tiesto. ¡Ah! y avanzar con treinta años de antelación su extraordinario interés en garantizar la pureza medioambiental. Me recuerda aquellas viejas inquietudes por el cambio climático y la alianza de civilizaciones tan explotadas por aquel estadista llamado Zapatero. ¡Qué clase con tan poca clase!

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