Noticias de Cantabria
Opinión 15-06-2020 17:00

La España increíble, por Manuel Olmeda

A mis años, casi setenta y siete, me siento más perplejo que cuando avistaba aquel meteoro soberbio, gigantesco, anormal. Era comprensible que, con diecinueve años, mis emociones transitaran del análisis silencioso e interrogativo al terror.

 

Increíble significa “que parece mentira o es imposible o muy difícil de creer”. El concepto empieza aparejándolo, a través de un engranaje empírico previo, con la improbabilidad lógica. Sin embargo, no excluye definitivamente la realidad por sacrificio que suponga materializar algo a priori proclive al disparate. Es verdad que cuesta transferir cualquier precognición a informaciones subsiguientes capaces de alterar dominios, estructuras, que se consideran inmutables. Tal circunstancia procura dos consecuencias de gran calado en el comportamiento social respecto a decisiones que afectan de manera clara a la interacción política, a una presunta y contundente conculcación gubernamental de los derechos ciudadanos. Por un lado, despeja todo horizonte divergente a lo que podría entenderse absurdo porque la alarma indiciaria es insensible al tosco umbral perceptivo. De otro, consecuentemente, el ulterior abandono del individuo a su propia eventualidad.

 

A efectos de ejemplo clarificador, preciso, resumo la historia ocurrida el pasado siglo que reviví cuando, días atrás, un meteorólogo televisivo hablaba de granizadas y pedriscos. Exponía diversas esferas, simulando granizo, desde el centímetro de diámetro hasta los diez. Comentaba que hasta cinco centímetros era un tamaño asequible, pero poco probable. Si aumentábamos la magnitud, se convertía en algo prodigioso, quimérico. Interesa comprender cómo existen contingencias increíbles, porque escapan a lo normal, pero no por ello hay que arrojarlas al rincón de nuestra mente o voluntad.

 

Pues bien, ocurrió el verano de mil novecientos sesenta y tres sobre las cinco de la tarde. Estábamos en el horno (mi padre era panadero) Mariano -un amigo estudiante de cuarto de bachiller a quien enseñaba física y química- mi hermano y yo. De pronto, el cielo se puso plomizo y, tras terrible chasquido, empezaron a caer piedras muy espaciadas -tal vez varios metros- irregulares y de un tamaño que sobrepasaba los diez centímetros en cualquier dirección. Lo que avistábamos no era verosímil. Al día siguiente, Víctor (alcalde a la sazón) pesó una de ellas, sin fragmentar, llegando al kilogramo. No hubo desgracias personales, solo perecieron animales amén de destrozos incalculables en tejados e infraestructuras múltiples. Fue increíble, paralizador, angustioso y real. Nadie en su sano juicio habría podido imaginar que tal hecho fuera posible, pero acaeció.

 

El ejemplo no lo he referido a humo de pajas. Desconozco mejor método para percibir un mensaje embarazoso que desmenuzarlo adecuándolo a usos y costumbres cotidianos, familiares. Lo expuesto, deduzco, lleva al común la idea paradójica de que lo increíble no excluye la realidad. El abandono, esa desidia producida por inacción, por sospechar que es imposible llegar al súmmum del desajuste, de lo delirante, marca el comienzo del auténtico desastre al alimentar en los poderosos pasiones desatadas, sin censura. Es decir, ante vicisitudes extrañas, desazones, pesadillas de un mal sueño, debemos advertir la existencia de situaciones impensables y ponernos en guardia antes de que sea demasiado tarde. Por ejemplo, se dice últimamente que este gobierno social-comunista quiere llevarnos a un sistema tiránico tras apropiarse de todos los poderes del Estado. Parece poco factible, pero… Aportemos nuestra parte y rehuyamos dejar sola a Europa.

 

A mis años, casi setenta y siete, me siento más perplejo que cuando avistaba aquel meteoro soberbio, gigantesco, anormal. Era comprensible que, con diecinueve años, mis emociones transitaran del análisis silencioso e interrogativo al terror. Puede que, a Mariano (algo más joven) y a mi hermano -menos reflexivo- les atenazara solo un sentimiento de inseguridad. Ahora acontecen hechos diarios que me transportan a aquella vivencia inexplicable. Mejor preparado, con buen bagaje, ahuyento cualquier atisbo de aquella sensación paralizante. Contra el consejo de Augusto Cury: “Recuerda la sabiduría del agua, ella nunca discute con un obstáculo, simplemente lo elude” hoy, ni eludo, ni me acongojo (léase el vocablo exacto, aunque grosero), sino que me rebelo ante este lamentable escenario que venimos vislumbrando desde hace algún tiempo.

 

Considero que, muerto Franco, el devenir de los acontecimientos se orientaban raudos a sueños ilusionantes, deseados. Sin embargo, pronto empezó a cubrirse un cielo que no interesaba tan límpido. Aparecieron personajes y siglas dispuestos a torcer los instintos de una sociedad empeñada en disfrutar la calma esperada largos años. Recuerdo aquel engañoso golpe de Estado (allá por febrero de mil novecientos ochenta y uno) que maceró, mortificó, el cuerpo electoral. Constituyó la primera tormenta antidemocrática que inauguraba una trayectoria espuria, rutinaria en épocas pretéritas. Quedaba por revestir el amaño con inmaculado ropaje democrático. Aun advirtiendo los presuntos protagonistas, pagaron el pato algunos cabezas de turco, tal vez tontos útiles. Por inexplicable que parezca, aquella fecha marcó la degradación de una democracia recién nacida, pero sana a primera vista.

Felipe González y Aznar, desde mi punto de vista, siguieron la inercia marcada e incluso deterioraron el itinerario político concediendo competencias indebidas y consintiendo abusos (quizás atropellos) en Cataluña y País Vasco, autonomías útiles para ambos. Llegó Zapatero para complicar, corromper, de forma casi definitiva la democracia que hasta ese momento había protegido, al menos, una convivencia serena. Rajoy se abstuvo de corregir nada, aunque se depositara en él la última esperanza. Aparto cualquier especulación sobre usos legítimos, o no tanto, de dinero público. Cabe destacar otra cuestión especialmente curiosa, ilógica: el PSOE no ha aguantado más de ocho años fuera del gobierno. Produce cierta desazón, pero la izquierda ha subido al poder después de tres hechos confusos: el golpe de Estado (1981), el acto terrorista en Madrid (2004) y la moción de censura (2018) realizada por partidos con claro pedigrí antidemocrático (Podemos), hoy -puede que siempre- antiespañoles (ERC, JxCat, PNV) y con historial terrorista (Bildu).

Ahora, el gobierno social-comunista exhibe sobradas prerrogativas, tics, que superan los límites de una democracia convencional. Birlar al Parlamento un Estado de Excepción, “crisis constituyente”, previsión de nacionalizaciones, controlar la justicia (de momento se queda solo en conato), cesar y perseguir a “apóstatas”, culpar al lucero del alba (si quieren a Viriato) de su incompetencia, transferir millones a los medios amigos, etc. etc., lleva a evidencias que sugieren el intento de instaurar un Estado Totalitario. Seguramente, un mundo globalizado, formar parte de la UE, el bienestar social, una cultura determinada, asimismo vivir al abrigo del siglo XXI, hagan pensar que llegar a esa situación tiene una verosimilitud parecida a la que durante un pedrisco caigan piedras de más de diez centímetros. Sí, sí, pero ese marco increíble, desatado, ya lo padecí.

Por cierto, ¿qué le aporta a Núñez Feijóo pedir el final del Estado de Alarma en su Comunidad? Nada, salvo pequeña y superflua renta electoral. A cambio, enaltece a Sánchez brindándole una falsa imparcialidad mientras debilita a Pablo Casado, único que puede desbancar a este gobierno sangrante. Lo dicho: Una España increíble.

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